martes, 30 de septiembre de 2014

UNA ROSA AMARILLA.
Jorge Luis Borges.

Ejercicio de Hernán Cortés Romero

Enseguida voy a subrayar las palabras del ser y mostrar en una letra cursiva las palabras del hacer.

"Ni aquella tarde ni la otra murió el ilustre Giambattista Marino, que las bocas unánimes de la Fama (para usar una imagen que le fue cara) proclamaron el nuevo Homero y el nuevo Dante, pero el hecho inmóvil y silencioso que entonces ocurrió fue en verdad el último de su vida. Colmado de años y de gloria, el hombre se moría en un vasto lecho español de columnas labradas. Nada cuesta imaginar a unos pasos un sereno balcón que mira al poniente y, más abajo, mármoles y laureles y un jardín que duplica sus graderías en un agua rectangular. Una mujer ha puesto en una copa una rosa amarilla; el hombre murmura los versos inevitables que a él mismo, para hablar con sinceridad, ya lo hastían un poco:

"Púrpura del jardín, pompa del prado.
Gema de primavera, ojo de abril..."

Entonces ocurrió la revelación. Marino vio la rosa como Adán pudo verla en el paraíso y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras, y que podemos mencionar o aludir, pero no expresar, y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo.
Esta iluminación alcanzó Marino en la víspera de su muerte, y Homero y Dante la alcanzaron también."

La gloria eterna
                            Por Hernán Cortés Romero
    
  Aquella rosa amarilla que se puso en el florero comenzó a deshojarse, languideció, perdió su color, se marchitó… el ilustre poeta Giambattista Marino vio aquel fenómeno. Su entendimiento se alumbró: la flor era semejante a su vida. Llegó a la vejez, después de haber escrito muchos libros, y se dio cuenta que su vida terminaba. Sus fuerzas se disminuían, no podía sostenerse en pie, su cara se demacraba, sus brazos y piernas ya no tenían tono muscular, comenzaba su agonía. Aunque recordaba los versos que había escrito y los murmuraba entre dientes, ya no tenían el poder de levantar su cuerpo, ya no servían para fortalecer su ánimo.
   
    En la víspera de su muerte, vio el crepúsculo que resplandecía en su lúgubre habitación, y tuvo una revelación: Escuchó a un Ángel del Señor que le dijo: “Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Descansarán de sus   trabajos, pero sus obras los siguen.” Aquella visión reconfortó el espíritu del poeta: podía morir tranquilo, sabiendo que sus palabras continuarían, aunque él dejara de existir.  El desfallecía, pero lograba la ansiada eternidad: sus palabras permanecerían para las futuras generaciones.
   
   También alcanzaron esta visión Homero, Dante, Sor Juana Inés de la Cruz, Octavio Paz…
                                         

   

3 comentarios:

  1. ¿Por qué en tu poema citas a Sor Juana y a Octavio Paz?

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  2. Gracias por compartir tus conocimientos y comentarios motivantes

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  3. Hernan, sus textos revelan un conocimento de los evangelios y da seguridad de una vida eterna apos la muerte.La Palabra se hace presente en su cotidiano literario.Mui bien!

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