VOLVER A NACER (de J. Iturriaga)
Vio con ternura a Irene, y con deseo. No sólo sentía que la quería más desde el comienzo de su embarazo, sino que le atraía cada vez más. Sí, sexualmente le resultaba particularmente atractiva con el vientre protuberante, los senos turgentes apenas aprisionados por el sostén que no importaba la talla, siempre parecía muy pequeño para ella.
Le recordaba a su madre. Y no es que hubiera tenido con ella una pasión edípica (o cuando menos no más de lo normal, que lo es, quería pensar él), sino que objetivamente existía un cierto parecido físico y asimismo de carácter: inteligentes, simpáticas, siempre con deseos de agradar. Quizá por eso se había enamorado de Irene. ¡Quién sabe! No era un asunto que le preocupara, más bien le interesaba y hasta le divertía.
Aunque ya eran las fechas en que cualquier momento sería el indicado para el parto, no dejó de ser sorpresiva la aparición de los dolores esa noche de amor. Porque la líbido en ambos no había decrecido. Eventualmente podría haberse hasta incrementado. A Irene también le provocaba cierto placer singular el erotismo con una gravidez tan avanzada. Los dos la sentían como una travesura deleitosa y apasionada.
Lo cierto es que la doctora fue llamada y acudió de inmediato. Irene había accedido a cumplir el deseo de su esposo: su hijo nacería en casa. La misma casa donde había nacido él, treinta y tres años atrás. Más aún, en la misma enorme recámara y en la misma cama (realmente señorial y muy hermosa) en que su madre lo había parido.
Vio a Irene recostada en la gran cama con cabecera labrada en palo de rosa y agradeció a sus padres, sin pensarlo realmente, pero sí sintiéndolo, que le hubieran heredado el hogar de toda su vida. Y los muebles entre los cuales había crecido.
El trabajo de parto se aceleró. Las contracciones cada vez más frecuentes y enérgicas y los crecientes lamentos, casi gritos de Irene indicaban la inminencia del nacimiento. La doctora dejó el costado de la parturienta y se colocó a sus pies, lista para recibir al niño. De pronto, a la par de gritos más lastimeros de Irene, en la coyuntura de sus piernas abiertas y encogidas se empezó a exponer cada vez más el interior de su intimidad femenina. La apertura era a cada momento mayor, hasta que adentro de esa cavidad se vislumbró el negro cabello de una cabecita. Entre rítmicos estertores, se fue acercando al exterior, hasta llegar a confundirse con el oscuro vello tupido que cubría el pubis de Irene. Salió la cabeza completa y casi de repente fue expulsado el resto del cuerpo, recibiéndolo en sus manos la doctora.
El padre no estaba allí. Nadie lo vio acostado en el sofá del otro extremo de la habitación. Estaba en posición fetal, desnudo, completamente cubierto de un líquido viscoso y sanguinolento, con los ojos cerrados y gimiendo sordamente.
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