lunes, 7 de octubre de 2013

SEXTA PARADA, CORTÁZAR


SEXTA PARADA, CUENTO DE CORTÁZAR. IMITACIÓN DE “LA CONTINUIDAD DE LOS PARQUES” 



Le faltaba poco para terminar de leer la novela,  los preparativos de la boda le robaban el escaso tiempo libre; mientras esperaba, sacudiría las presiones de su negocio con la lectura, se sentó en una banca solitaria del bosque  de espaldas a su casa, para evitar el enfado de distracciones que resquebrajaran la fantasía. La  inmensidad del lago, con las discordias de los patos resueltas a picotazos, se dibujaban sobre el horizonte.  Dejó que el viento tocara su delgado cuello adornado con un collar ancestral. Hubo de poner su suéter de cachemir bajo su cadera para amortiguar la humedad que se colaba de la madera de la banca. Fue a la página marcada con un doblez en la esquina superior de la hoja; los personajes hilarantes empezaban  a aligerar el día.  El sol, en esa zona nórdica desaparecería pronto. Frase a frase como las palabras de un sortilegio las imágenes la iban penetrando, una placentera sensación que le regalaban a su cuerpo dos dimensiones, el  ensueño de la historia que iba pegando las escenas en su ojos sin perder el reflejo de las cristalinas aguas azules. La pícara sensación de irse separando de su entorno, y sentir a la vez el viento sobre su cara. Las peripecias del  protagonista la sumían en sus  tropiezos y la hacían reír, la conducían de la mano en el laberinto de personajes con los que se disfrazaba para seducir.  Observó   cuidadosa la última fechoría del protagonista que sucedía en la casa de la novia del bribón.  Entraba él, precavido, con una media de mujer, corrida, que llevaba puesta como gorro de pirata y pasamontañas aunque le produjera  comezón, no había venido  para insistir en las cortesías de un novio educado. Escuchó los mismos sonidos rutinarios, sólo el gato, al descubrirlo, lo empezó  a seguir y no tuvo más remedio que acariciarlo.  Los números de la combinación de la caja electrónica revoloteaban en su cabeza   como una parvada enjaulada. El revólver reposaba en la oscuridad de su cintura,  un monólogo  agitado desfilaba por las páginas como la huellas solitarias de una hiena necesitada. Ya no habría más fingimientos y escenas exageradas de mimos y algodones. Subió la amplia escalera del vestíbulo  agazapado con el ruido de un televisor que sabía estaría encendido. La hija de los aristócratas estaría fuera. Abrió el cuarto de lo viejos y descolgó el cuadro. El tañido de su corazón retumbaba como si le fueran a estallar los oídos. El gatito volvió a gruñir y hubo de otorgarle otra caricia. Digitó los números y un minúsculo sonido se produjo al tiempo que en letras rojas, centellantes, aparecía la palabra abierto. No le temblaron las manos para jalar hacia él la pequeña puerta.  Un vértigo desconocido lo atrapó al descubrir el vacío de la caja, le pareció enfrentar un abismo y hubo de parpadear repetidas veces antes de meter la mano para cerciorarse que no eran sus ojos los que fallaban. 
Sin mayor escrúpulo, lanzó al gatito por el aire y con la media ya en la mano, bajó las escaleras al vuelo, sin reparar ya en los ancianos que alzaban la voz ante los ruidos que los perturbaban. Con las pocas luces del crepúsculo corrió por el bosque. El deslumbrante lago con sus  patos adormilados y la banca frente a él frenaron su carrera,  entonces puso el  revólver en la mano,  el cabello al aire,  el collar ancestral de brillantes sobre el largo cuello de la joven, leyendo el último capítulo de la novela.
  

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