SEXTA PARADA, CUENTO DE CORTÁZAR. IMITACIÓN DE “LA
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES”
Le faltaba poco para terminar de leer la novela, los preparativos de la boda le robaban
el escaso tiempo libre; mientras esperaba, sacudiría las presiones de su negocio
con la lectura, se sentó en una banca solitaria del bosque de espaldas a su casa, para evitar el
enfado de distracciones que resquebrajaran la fantasía. La inmensidad del lago, con las discordias
de los patos resueltas a picotazos, se dibujaban sobre el horizonte. Dejó que el viento tocara su delgado
cuello adornado con un collar ancestral. Hubo de poner su suéter de cachemir
bajo su cadera para amortiguar la humedad que se colaba de la madera de la
banca. Fue a la página marcada con un doblez en la esquina superior de la hoja;
los personajes hilarantes empezaban
a aligerar el día. El sol,
en esa zona nórdica desaparecería pronto. Frase a frase como las palabras de un
sortilegio las imágenes la iban penetrando, una placentera sensación que le
regalaban a su cuerpo dos dimensiones, el ensueño de la historia que iba pegando las escenas en su ojos
sin perder el reflejo de las cristalinas aguas azules. La pícara sensación de
irse separando de su entorno, y sentir a la vez el viento sobre su cara. Las
peripecias del protagonista la
sumían en sus tropiezos y la
hacían reír, la conducían de la mano en el laberinto de personajes con los que
se disfrazaba para seducir.
Observó cuidadosa la última fechoría del
protagonista que sucedía en la casa de la novia del bribón. Entraba él, precavido, con una media de
mujer, corrida, que llevaba puesta como gorro de pirata y pasamontañas aunque le
produjera comezón, no había
venido para insistir en las
cortesías de un novio educado. Escuchó los mismos sonidos rutinarios, sólo el
gato, al descubrirlo, lo empezó a
seguir y no tuvo más remedio que acariciarlo. Los números de la combinación de la caja electrónica
revoloteaban en su cabeza como una parvada enjaulada. El revólver
reposaba en la oscuridad de su cintura, un monólogo
agitado desfilaba por las páginas como la huellas solitarias de una
hiena necesitada. Ya no habría más fingimientos y escenas exageradas de mimos y
algodones. Subió la amplia escalera del vestíbulo agazapado con el ruido de un televisor que sabía estaría
encendido. La hija de los aristócratas estaría fuera. Abrió el cuarto de lo
viejos y descolgó el cuadro. El tañido de su corazón retumbaba como si le
fueran a estallar los oídos. El gatito volvió a gruñir y hubo de otorgarle otra
caricia. Digitó los números y un minúsculo sonido se produjo al tiempo que en
letras rojas, centellantes, aparecía la palabra abierto. No le temblaron las manos para jalar hacia él la pequeña
puerta. Un vértigo desconocido lo
atrapó al descubrir el vacío de la caja, le pareció enfrentar un abismo y hubo
de parpadear repetidas veces antes de meter la mano para cerciorarse que no
eran sus ojos los que fallaban.
Sin mayor escrúpulo, lanzó al gatito por el aire y con la
media ya en la mano, bajó las escaleras al vuelo, sin reparar ya en los
ancianos que alzaban la voz ante los ruidos que los perturbaban. Con las pocas
luces del crepúsculo corrió por el bosque. El deslumbrante lago con sus patos adormilados y la banca frente a
él frenaron su carrera, entonces puso
el revólver en la mano, el cabello al aire, el collar ancestral de brillantes sobre el largo cuello de la joven, leyendo el último
capítulo de la novela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario