Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó porque había sido hospitalizada. Volvió a retomarla ahora que tenía todo el tiempo disponible para terminar de leerla, pues debía guardar reposo. Recostada en la cama, dejando caer todo su dolor en un par de almohadas de seda, se disponía a sumergirse entre las líneas de la novela y cambiar su dolor por la intriga que le provocaba la trama. Esa tarde, después de indicarle a su dama de compañía el horario de los medicamentos que debía tomar según la receta, se recostó en el par de almohadas que le permitían desviar su mirada hacia el patio de la casa. A su costado se encontraba el buró repleto de todo tipo de medicamentos que le ayudarían a disminuir su dolor y un florero que había sido colocado la misma mañana para darle la bienvenida. Recostada sobre el par de almohadas se dispuso a tomar cada línea de la novela como si fuera parte de una dosis, parte de una prescripción médica, como una necesidad que la mantenía con vida. Así continuó con la lectura del último capítulo. Recordaba minuciosamente cada una de las características de los personajes, le parecían familiares: la mujer alta, esbelta y con una maldad disfrazada de lealtad y él de tés morena, robusto y amoroso. Con estas imágenes grabadas en su mente fue testigo de la escena que tenía lugar en la cocina de la casa. Él, le comentaba a ella que no sabía cómo hacerle saber al amor de su vida que algo malo estaba pasando, que había pocas esperanzas, que todo era tan extraño; ella, como siempre apurada a preparar los alimentos de la señora de la casa y por supuesto no perdía oportunidad para insinuársele. Era un hombre muy enamorado que no tenía ojos para nadie más, ni siquiera se daba cuenta de las insinuaciones que le hacia ella. La mujer se tragaba la indiferencia de él y sentía como se emponzoñaba todo el odio en su corazón y se llenaba cada vez más de odio y rencor. Habría que sacar ese veneno de alguna manera, como lo hacia cada vez que lo sentía, tomó una jarra con agua y un vaso. Y de dentro de su ropa sacó un frasco con un gotero y sin que él se diera cuenta derramó unas cuantas gotas de su veneno. Él tenía que volver al trabajo y le pidió a ella que se hiciera cargo. Ella continuó con su rutina; preparar las cosas para llevarlas hacia donde estaban destinadas. Él atravesó el patio de la casa con dirección al trabajo. Ella subió las escaleras con las cosas ya listas, entró al cuarto sin hacer ruido y dejó la jarra sobre sobre el buró para acomodar las flores que ella misma había puesto en la mañana, salió del mismo modo de la habitación para no interrumpir, con la diferencia de que todo el veneno que invadía su cuerpo lo había dejado depositado dentro de la jarra con agua, se sentía aliviada, era la última dosis, la final.
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