martes, 3 de diciembre de 2013

Décima parada, Graciela Zamora

Intelecto  hermafrodita


Si Aristóteles hubiera guisado mucho más hubiera escrito”
Sor Juana Inés de la Cruz

“Una gran inteligencia es andrógina
Coleridge




Tres botones de rosa distantes en el tiempo y sin embargo, su aroma y belleza nos siguen atrapando. Sor Juana Inés de la Cruz (Nepantla, México,1651-1695); Virginia Woolf (Londres, 1882- Sussex, 1941); y Rosario Castellanos (Chiapas, 1925- Tel-Aviv, 1974). En los textos leídos para este ensayo: Respuesta a Sor Filotea de la Cruz; Un cuarto propio y Lección de cocina, respectivamente coinciden en una idea que camina para reivindicar la igualdad en las capacidades del intelecto entre mujeres y hombres,  y la desventaja que ha representado para la mujer haberla acondicionado durante siglos, casi amaestrado con golpes y descalificaciones a asumir como parte de su naturaleza femenina las tareas de la cocina y la crianza cada vez que su intelecto se asomó fuera de las labores que no fueran las domésticas. 
En su cuento  Castellanos menciona un proverbio alemán que señala a la mujer como sinónimo de Küche, Kinder y Kirche (cocina, niños e iglesia) para enmarcar, con ese refrán el destino de la mujer que la sociedad patriarcal ha determinado y repite en sus oídos para que no se salgan del huacal. A la distancia de nuestras flores y en el imponente siglo XXI de tecnologías deslumbrantes en donde somos testigos que las mujeres ingresan a cualquier carrera universitaria, se convierten en presidentas de países, de partidos políticos y de  empresas, conducen grandes máquinas, son médicas,  actrices, pintoras, astronautas (sólo 3 han viajado al espacio de 38 hombres), investigan y no existen trabas, aparentemente, para que obtengan los mismos grados académicos que los hombres, incluso con esos logros, las mujeres seguimos  mayoritariamente destinadas a resolver los asuntos de la cocina y de los niños.   

¿Por qué seguimos con ese equipaje a cuestas, cuando en apariencia las puertas están abiertas de par en par, disponibles para hombres y mujeres y decidir libremente el camino?
Las creencias de la sociedad patriarcal que ha llenado de piedras el camino de las mujeres que amenazaban su superioridad son muy añejas, diría milenarias, de ahí el esfuerzo de mujeres arrojadas, valerosas, de inteligencias filosas para ir moviendo costumbres y creencias como piedras pesadas en el río para allanar nuestro camino y hacerlo fluir ligero. Nuestro primer botón, Sor Juana quien increpaba ya las costumbres en los años seiscientos, clara en la idea de que no podía aplacar su talento y sobre todo de no silenciar lo que en la época debía ser callado:
Aquellas cosas que no se pueden decir, es menester decir siquiera que no se pueden decir, para que se entienda que el callar no es no haber qué decir, sino no caber en las voces lo mucho que hay que decir.
 Al increpar al obispo en su carta y reivindicar el derecho que tiene de escribir sobre temas profanos, le pega a la esencia de lo que ha provocado que la mujer siga puesta en la cocina y a la orden de los niños con mucho menos oportunidades y grandes dificultades para la expresión de sus facultades intelectuales y hacer dinero: la división  de capacidades entre sexos.  
Cuando Sor Juana defiende su derecho a la escritura profana:
… decir que me han perseguido por saber, sino sólo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras, no  porque haya conseguido ni uno ni otro… y ha sido con tal extremo que han llegado a solicitar que se me prohíba el estudio,
demuestra la absoluta falsedad de la inferioridad intelectual de las mujeres. 
Con inmensa diferencia de nosotras, ella hubo de quitar casi con las uñas por la dificultad piedras mayúsculas para  ejercer su mayor placer, enfrentada no sólo a  las tropelías de aquella sociedad virreinal, sino a lo que ella misma llevaba inoculado por la tradición, quien se disculpa catalogando sus deseos como necedades:
 …impertinencillas de mi genio…que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio.  

Qué trabajo más arduo remar a contracorriente  de la inmensa  marea de costumbres y tradiciones que conducía a las mujeres a las obligaciones domésticas mientras en la realidad novelada nos pintaban como dueñas y señoras, como si aquella vida la pudiéramos alcanzar y sólo fuera falta de voluntad o entendimiento que no consiguiéramos los méritos para igualarnos a esas mujeres de papel.  Nuestra realidad fue graciosamente alterada, quizá sin malicia, por los novelistas hombres, como lo describe Virginia Woolf:

…si la mujer no tuviera más existencia que la revelada por las novelas que los hombres escriben, uno se la imaginería como un ser de la mayor importancia; muy cambiante; heroica y mezquina, espléndida y sórdida; infinitamente hermosa y horrible…tan grande  como un hombre… Pero esto es en la novela. En la realidad… la encerraban con llave, la castigaban, y la tiraban por el suelo…En la novela domina las vidas de reyes y conquistadores; en la realidad es la esclava de cualquier muchacho…
Pero en nuestra época, quien lo dijera, el engaño continua, no sólo los medios de comunicación — espejo de Blanca Nieves en el que las amas de casa son las mujeres más hermosas,  felices y sonrientes o estás destinadas a seducir y conseguir con su cuerpo perfecto—siguen reproduciendo las  costumbres que nos ponen frente a las impecables cocinas de acero inoxidable, después de siglos de acondicionamiento patriarcal las misma mujeres, hemos terminado por creer en algún punto invisible y difícil de acceder que es parte de nuestra naturaleza, una especie de bacteria inoculada.  Con el título universitario y el mensaje de liberación femenina que hemos recibido desde el siglo pasado, el panorama ha empeorado: trabajo fuera y trabajo en casa. Aquí va lo que dice al respecto el  cuento de Castellanos:
Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar … En mis ratos de ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis, que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y que madruga
¡Vaya fin! ¿las mismas oportunidades en igualdad?
Basta con echar un vistazo a los súperes y mercados y a las escuelas a la hora de la salida para confirmar sin mayor estudio quién se encarga por mayoría absoluta en estos puestos y agregaría que de ese colectivo casi todas guardan un título universitario.

No intento denostar el cuidado de los niños y de la cocina, aunque  bien reconozco es un trabajo agotador, aún más a mitad del siglo pasado, cuando  la gruesa cuerda de las costumbres jalaban a  las mujeres con mayor torpeza que hoy  y con muchas menos voces que denunciaran la barbaridad de la asfixia, de entre ellas, Rosario Castellanos quien en su cuento cuenta el atropello:
Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo...
¿Seguimos  asumiendo esas tareas sin chistar? ¿La domesticación sigue funcionando?  Sí y no. La pesada lápida de siglos de la naturaleza femenina y el instinto maternal como algo biológico en nuestro sexo ha calado, de ahí que las mujeres sigan intercambiando recetas y tips para cuidar a los vástagos; por otro lado, la del no, es la que le debemos a muchas mujeres, entre ellas el intelecto de nuestros tres botones de rosas. Vieron la realidad con los ojos bien puestos y ese no, el de sí chistar es el que cuenta, es el  que ha ido desbrozando separando la hierba mala de la buena: a fuerza ni la cocina ni los niños. Aunque las dos tareas puedan ser disfrutables si se comparten equitativamente.   
 El  agudo entendimiento de Sor Juana aseguraba que la obra de Aristóteles hubiera sido mayor si éste hubiera entrado a la cocina “Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”.  Si el filósofo se hubiera abierto a la experiencia de lo considerado femenino, su intelecto hubiera captado la realidad en un espectro más vigoroso y completo. No sólo como varón sino con el espíritu de una especie de varona. Además, seguramente las delicias de la cocina le hubieran puesto sentimiento y emoción, la sal y la pimienta a sus escritos.
Virginia Woolf no se anda por las ramas, observa con nitidez, no se disculpa como Juana. Claro, el distorsionado lente se ha ido ajustando y perdiendo borrosidad, ya las mujeres están en las universidades y cuentan con el voto aunque les falte aún el dinero y el cuarto propio para que puedan escribir.
La escritora inglesa desarrolló su ensayo sobre el tema las mujeres y la novela, y su idea central: una mujer  debe tener dinero  y un cuarto propio, viaja como la luz de una estrella en el espacio que traspasa el tiempo y nos sigue iluminando. Hacer dinero sirve para romper el cordón patriarcal que nos a confinado y nos sujeta, invisible, atrasito de la  puerta. No sólo la independencia económica es suficiente para, además hay que integrar un intelecto andrógino.  
Virginia Woolf desarrolla el concepto de la frase de Coleridge (poeta y filósofo inglés, 1772-1834): Una gran inteligencia es andrógina.  Según Woolf, Shakespeare es el máximo ejemplo de ese tipo de inteligencia que no sólo es recomendable para crear obras artísticas.  La mente integrada por dos mitades femenina-masculina es el modelo la que rompe la división de capacidades entre los sexos. La relación entre mujeres y hombres en la dirección de la  camaradería, no de jefe y subordinado;  en el eje del amor que es unión y no hay en él extremos distantes dice Juana, no del que ordena y el que obedece sino en el gusto de compartir esfuerzos y descansos. Mujeres -varoniles y hombres-mujeriles. O como dice Lupercio Leonardo, (poeta, historiador y dramaturgo español, 1559-1613) que cita Juana en su carta: bien se puede filosofar y aderezar la cena.   Digo yo, el intelecto no está peleado con la cocina y quien cocina piensa y siente mucho mejor. Quitarnos de una bendita vez las telarañas del exclusivo instinto biológico maternal, que también tienen los hombres y les funciona excelente.  Ese instinto que nos han echado a cuestas mientras ellos se han puesto a chambear y a hacer dinero y obra.
Necesitamos adiestrarnos en la libertad, quitarnos las anteojeras del exclusivo club del instinto materno que nos empuja a la crianza,  sacudir el plumero de las costumbres que nos confina como responsables del menú y de la limpieza de la casa y del cuidado de los niños, con o sin sirvientas, sean éstas muchas o pocas. Con la escoba barramos afuera de nuestra cabeza esas ideas arcaicas de “… la casa impecable, la ropa limpia, la comida lista y nutritiva, pero sin paga de ningún sueldo y sin un día libre a la semana” como relata el cuento de Castellanos.

Seamos mujeres con intelecto hermafrodita, con dinero y habitación propia para que si aparece un hombre-mujeril, y lo más seguro es que aparezca, le abramos no sólo las puertas de nuestro cuerpo, sino las de nuestra inteligencia y corazón y, de ese modo  seguiremos construyendo barcos que lleven a más hombres a las orillas de los quehaceres de la casa, la cocina y los niños que vale aclarar es un esfuerzo con frutos primorosos, más si se comparte el trabajo: los hijos crecen mejor.
Tal vez dentro de no muchos años, el proverbio alemán se enriquezca con la figura del hombre y nuestros tres botones de rosa terminen por descubrir la belleza de sus pétalos.    





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