José Iturriaga: “EL APRENDIZ DE MUSO”
PRIMERA PARADA: “EL COHETE”
Personaje: El espectador que ve el cohete.
Acciones: Sube, quítase, lanza, se mofa, sacude, deja caer.
Formas de llamarlo: El espléndido, el loco, el príncipe magnífico.
Reordenamiento: Con cerrado, estrecho dominó de luto, sube el cohete vestido de máscara, el espléndido, el loco, el príncipe magnífico, y cuando ya no podemos alcanzarle, quítase el antifaz, y para más mofarse de nosotros, sacude su escarcela, lanza un grito burlón y deja caer piedras preciosas que no llegan a nuestras manos, ya tendidas y abiertas, porque se pierden juguetonas en el aire.
“Mi cohete”: Tan ensordecedor como deslumbrante, el cohete acalló las voces que devinieron asombradas exclamaciones, bañó de luces al Zócalo hasta derramarse e hizo retumbar sus contornos, diques de piedra, con truenos de pólvora que llovieron luminiscencias. Foco refulgente, vara de mago de estirpe chinesca, hizo a la noche día y a la fiesta patria, festejo infantil. Regalo incandescente, lo gozamos como niños, y como niños nos azoramos y gritamos jubilosos. Pirotecnia rejuvenecedora de las horas de la noche y de los años de los hombres.
SEGUNDA PARADA: “EL ARTISTA”
· “Placer que dura un instante” y “Dolor que se sufre toda la vida”.
· Porque no existía más bronce que ese.
· Nació en su alma el deseo. El único ser que amara en su vida. Signo del amor que no muere. Símbolo del dolor que sufre toda la vida.
· Una lección es que, con decisión, el dolor puede convertirse en placer; de lo malo puede crearse algo bueno. Otra lección es que nada vale la pena de ser conservado, si es a costa de sacrificar lo nuevo, es decir se busca la renovación del pasado.
· “Placer que se goza toda la vida”.
· Con el bronce alcanzaré mi obra suprema: “Placer que se goza toda la vida”, fruición eterna, deleite sin fin. ¿Por qué sólo un instante de placer, o peor aún, por qué toda una vida de dolor? Si no lo he logrado realizar en mi existencia, lo conseguiré plasmar en el metal. Dicha para siempre: será un paradigma para quienes la contemplen; regocijo interminable: se convertirá en un anhelo colectivo; satisfacción perenne: devendrá meta vital, ambición y objetivo.
TERCERA PARADA: AUTORRETRATO DE ITURRIAGA
Éste que ves aquí, de rostro ovalado, de cabello castaño, frente pequeña, ojos cafés, de nariz corva aunque medianamente proporcionada, sin barbas ni bigotes porque es lampiño, cabellos plomizos que ha veinte años fueron brunos, la boca regular, los dientes bien conservados para su edad, el cuerpo grande, la color viva, antes morena que blanca, aún no cargado de espaldas y ligero de pies, medio sordo pero atento; éste digo que es el rostro del autor de Cien forasteros en Morelos y otras obras que andan por ahí descarriadas aunque con el nombre de su dueño, llámase comúnmente José Iturriaga de la Fuente. Fue burócrata treinta y siete años, donde aprendió a tener paciencia de las adversidades, fue cesado en el 2004, historia que, aunque parece fea, él la tiene por honrosa al haber surgido por lesionar intereses económicos ilegales de amigos del presidente Fox, militando debajo de las hoy por hoy vencidas banderas ecológicas de protección al medio ambiente.
CUARTA PARADA: POEMA TRANSFORMADO VERSO A VERSO
Perseguido por camino sin final
No escatimo señal en los senderos
Al ocaso cerros de pétrea mirada
Extraña alborada que no comprendo
A duelo yendo sin oposiciones
Un canto entones, acaso dibujes
Fríos alebrijes, labios sonoros
Las horas son coros alentadores
Pasiones y ardores, desilusiones
Aislados presentes, voces silentes
Estoy prendido de luz y de fuego
Me conmueves, pero aún más me duelo.
QUINTA PARADA: SOÑANDO SUEÑOS
Como los sueños de Eduardo Galeano para el año 2000 no se convirtieron en realidad y como dos voluntades –por lógica aritmética- pueden más que una sola, en primer lugar me sumo a sus delirios oníricos y los refrendo como mis propios deseos para el 2025. Además, agrego:
· Que el estrés que domina al mundo urbano -lid cotidiana, descarga enervante, colisión de valores, tropiezo de sinsentidos- y que hasta cáncer produce (dicen), se convierta en relajamiento, que los tensos reposen y una laxitud domine a los agitados. (Los jóvenes dirían: que se alivianen).
· Que cuando un peatón atraviese el arroyo –ingenuo suicida, mártir involuntario, paladín del pavimento-, los automovilistas (que hoy son como los materialistas de mis tiempos –y ciertamente no dialécticos-) se frenen y le den el paso, en lugar de aventarle el vehículo, ciego rinoceronte, y una andanada de improperios.
· Que el afán de poder, especialmente de quienes ya lo tienen y mucho –agua que da sed, narcótico del inseguro, impotentes de la vida interior-, devenga afán de servicio, que el poder a secas se transforme en poder servir.
· Que se prohíban los claxones en Cuernavaca, de manera particular los de aire en los camiones –hienas enloquecidas, histéricos estridentes, criminales del sosiego-, y sean sustituidos por las primeras notas de “La Pequeña Serenata” de Mozart grabada en clavecín.
· Que los pueblos que se consideran superiores (y sobre todo sus gobiernos) –fascistas disfrazados de demócratas, totalitarios de su propia verdad, tramposos del orden mundial, corruptos policías planetarios- se sientan iguales a los demás y, por lo tanto, dejen de pretender la imposición de sus valores al resto del mundo.
· Que los hijos de los antiguos talamontes –termitas depredadoras para engrosar sus bolsillos, matricidas obcecados, violadores del entorno- expíen las culpas paternas sembrando (y cuidando hasta que crezcan, que ese es el verdadero meollo) diez árboles por cada uno sacrificado por su progenitor.
· Que cualquier mexicano pueda acudir a la autoridad en búsqueda de su apoyo – asidero confiable, padre protector, camarada transigente, madre cariñosa- y así dejemos de temer sus abusos y exacciones.
· Que los niños clasemedieros –víctimas inocentes de la agresiva mercadotecnia, damnificados de la globalización, inmolados del capitalismo- ya no pidan a sus papás, como la gran cosa, llevarlos a comer una hamburguesa a Mac Donalds, sino un taco de nana al mercado.
· Que dejemos –náufragos del Estado de derecho- de tener más miedo a los policías que a los ladrones, para tener a quien pedir auxilio en caso de enfrentarnos a estos últimos.
· Que todos veamos al dinero –verdadero opio de los pueblos, manzana de las discordias familiares, símbolo concentrador de las ambiciones inmorales- como un medio y no como un fin.
· Que los mexicanos rebasen la marca de los suecos en cuanto a lectura de libros y que éstos no sean de autoayuda –terapeutas engañosos, alivio artificial, consuelos ilusorios, sedación de lo esencial-.
· Que los mecánicos, los plomeros, los albañiles y todos nuestros oficiales sean tan cumplidos como eficientes, tan honrados como veloces, santos laicos del trabajo, héroes de la dedicación, apóstoles aplicados a la responsabilidad con el prójimo.
SEXTA PARADA: VOLVER A NACER
Vio con ternura a Irene, y con deseo. No sólo sentía que la quería más desde el comienzo de su embarazo, sino que le atraía cada vez más. Sí, sexualmente le resultaba particularmente atractiva con el vientre protuberante, los senos turgentes apenas aprisionados por el sostén que no importaba la talla, siempre parecía muy pequeño para ella.
Le recordaba a su madre. Y no es que hubiera tenido con ella una pasión edípica (o cuando menos no más de lo normal, que lo es, quería pensar él), sino que objetivamente existía un cierto parecido físico y asimismo de carácter: inteligentes, simpáticas, siempre con deseos de agradar. Quizá por eso se había enamorado de Irene. ¡Quién sabe! No era un asunto que le preocupara, más bien le interesaba y hasta le divertía.
Aunque ya eran las fechas en que cualquier momento sería el indicado para el parto, no dejó de ser sorpresiva la aparición de los dolores esa noche de amor. Porque la líbido en ambos no había decrecido. Eventualmente podría haberse hasta incrementado. A Irene también le provocaba cierto placer singular el erotismo con una gravidez tan avanzada. Los dos la sentían como una travesura deleitosa y apasionada.
Lo cierto es que la doctora fue llamada y acudió de inmediato. Irene había accedido a cumplir el deseo de su esposo: su hijo nacería en casa. La misma casa donde había nacido él, treinta y tres años atrás. Más aún, en la misma enorme recámara y en la misma cama (realmente señorial y muy hermosa) en que su madre lo había parido.
Vio a Irene recostada en la gran cama con cabecera labrada en palo de rosa y agradeció a sus padres, sin pensarlo realmente, pero sí sintiéndolo, que le hubieran heredado el hogar de toda su vida. Y los muebles entre los cuales había crecido.
El trabajo de parto se aceleró. Las contracciones cada vez más frecuentes y enérgicas y los crecientes lamentos, casi gritos de Irene indicaban la inminencia del nacimiento. La doctora dejó el costado de la parturienta y se colocó a sus pies, lista para recibir al niño. De pronto, a la par de gritos más lastimeros de Irene, en la coyuntura de sus piernas abiertas y encogidas se empezó a exponer cada vez más el interior de su intimidad femenina. La apertura era a cada momento mayor, hasta que adentro de esa cavidad se vislumbró el negro cabello de una cabecita. Entre rítmicos estertores, se fue acercando al exterior, hasta llegar a confundirse con el oscuro vello tupido que cubría el pubis de Irene. Salió la cabeza completa y casi de repente fue expulsado el resto del cuerpo, recibiéndolo en sus manos la doctora.
El padre no estaba allí. Nadie lo vio acostado en el sofá del otro extremo de la habitación. Estaba en posición fetal, desnudo, completamente cubierto de un líquido viscoso y sanguinolento, con los ojos cerrados y gimiendo sordamente.
SÉPTIMA PARADA: LA TORTUGA Y LA LIEBRE REDIVIVAS
Para la carrera que tendría lugar en Shiang Kun, provincia de Sechuán, todos los animales que se inscribieron se encontraban en excelente forma, atléticos. Sólo la tortuga y la liebre, que eran amantes, sospecharon que los jurados chinos no calificarían la velocidad (concepto contrario a la parsimonia oriental) sino el sosiego y la flema de los competidores.
Con semejante consideración en mente, no sólo no entrenaron ni efectuaron previsores ejercicios deportivos, sino que dieron rienda suelta a sus pasiones eróticas con clara merma de su condición física.
A la liebre le gustaba el amor ágil, algo así como “placer en movimiento”, y le excitaba enormemente el reto de llevarlo a cabo con su enconchada pareja, pues a su lentitud se sumaba la sólida protección natural de sus partes pudendas. El desafío enervaba a la liebre y la llenaba de un frenesí sexual que casi se colmaba de manera prematura.
Por su parte, la tortuga escondía tras ese ritmo pausado que la caracterizaba un desenfreno voluptuoso que nadie habría sospechado. Las acrobacias amatorias de que era capaz volvían loca a la liebre. No era posible imaginar la clase de actos lujuriosos que sucedían en la intimidad de ese par de enamorados, los excesos licenciosos (no me atrevería a juzgarlos depravados) que tenían lugar en la privacía de la tortuga y la liebre. En realidad, buena parte de sus arrebatos lindaban con lo que podría calificarse de pecados contra natura. Otros los rebasaban con creces.
El día de la carrera fue después de una noche singularmente ardorosa y prolongada. La inmoderación no había tenido nada que se aproximara ni siquiera remotamente a un límite. Y así llegaron, exhaustos y ojerosos, al certamen.
El juez disparó la pistola. El arranque de los numerosos animales provocó una polvareda como cerrada neblina. La tortuga y la liebre la aprovecharon para salir de la pista y acurrucarse en un terraplén lateral. Nadie los vio. Se olvidaron de la carrera. Con la ternura propia a una víspera tan agitada, volvieron a hacer el amor, ahora con más dulzura que apasionamiento.
Al día siguiente, no se sorprendieron mucho al leer en el periódico que habían sido declarados ganadores de la competición, por supuesto en ausencia.
OCTAVA PARADA: UNA MUJER IMAGINA… Y UN NIÑO IMAGINA…
UNA MUJER IMAGINA…
Apenas a tiempo se agachó y alcanzó a escuchar el silbido de una bala rozando su cabello; incluso creyó percibir el olor característico del pelo chamuscado. Pero no cejó: avanzó, arrastrando como pudo, a aquel cuerpo mutilado. Pertenecer al cuerpo de enfermeras de la Cruz Roja Internacional era para ella no un trabajo arriesgado, una mera ocupación peligrosa en pleno campo de batalla; era una misión, era lo que le daba sentido a su vida, era lo que la había convertido de empleada insulsa y anodina de una burocrática oficina gubernamental en heroína; ¡sí!, como una Juana de Arco, anónima, pero con el mismo arrojo, valentía y coraje de la santa guerrera. Y así, librando obstáculos, dando rodeos, sudando por el esfuerzo físico, con el corazón palpitando incontenible, logró llegar con el herido, inconsciente, a su destino.
Esquivando a varios automóviles, jadeando y con las manos aferradas a los asideros de hule de la silla de ruedas de su esposo, entró a la banqueta por la rampa de cemento, rodeó a un ciclista estacionado con un bote de tamales en la parrilla, levantó la vista y leyó: Instituto Nacional de Cancerología. Un empleado salió para ayudarla, aunque el enfermo ya pesaba menos de 45 kilogramos. Y en efecto, había perdido la conciencia.
UN NIÑO IMAGINA…
El pequeño Jonathan Erick, con su viejo overall de mezclilla, luido y agujereado, se revolcaba en el enorme charco de lodo. Se reía solo y lanzaba al aire puños de fango, justo arriba de él para que le cayeran encima. Aunque sabía que su madre lo regañaría, también sabía que lo haría con dulzura, no obstante que ella sería quien afrontaría en el fregadero el lavado de sus casi únicos pantalones. ¡Cuántos remiendos tenían, unos sobre los otros! A un trozo de rama de árbol lo hacía navegar Jonathan, cual crucero de lujo, sobre ese mar imaginario en el barro cenagoso. Chuc, chuc, chuc, chuc, sonaba el barco de palo movido por la manita del niño. De pronto, salió de su ensueño…
-¡Erick!, ¡Erick!, -llamaba la niñera uniformada estrictamente de color blanco-. Tus papás acaban de llegar del aeropuerto. Sal de la alberca y vamos a recibirlos. Y apaga el motor del yatecito, que se queda sin baterías.
Le puso unas sandalias afelpadas y lo arropó con una enorme toalla muy gruesa, mucho mayor que Jonathan Erick.
NOVENA Y DÉCIMA PARADAS: TEXTO DE J. ITURRIAGA A PARTIR DE LECCIÓN DE COCINA, RESPUESTA A SOR FILOTEA Y UNA HABITACIÓN PROPIA
El punto central de coincidencia entre el cuento de Rosario Castellanos, la Respuesta a sor Filotea de sor Juana y la novela de Virginia Woolf es la reivindicación de la mujer como ente pensante. La protagonista de Lección de cocina, recién casada, se ve convertida, de facto, en sirvienta sin salario, aunque expresa su repugnancia al respecto. A sor Juana la quieren acallar (silenciar su pluma y su intelecto) y protesta elocuentemente con esta misiva, aunque finalmente la convierten en una monja callada; desde luego que esa última etapa de su vida no aparece en su Respuesta de 1691, pues dejó de escribir en 1694. En Una habitación propia, la autora inglesa denuncia la marginación literaria de la mujer y propone soluciones.
Castellanos, en boca de su personaje femenino, acusa hechos que todavía a principios del siglo XXI son más frecuentes que inusuales: “Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo”, se queja la recién casada. “He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible”, abunda en su disgusto. Y denuncia: “Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo”; ciertamente, esa posición recuerda al siervo o al esclavo. Y remata su recriminación: “Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige […]” Sí, el paradójico pago son más y más exigencias.
Y por si fuera poco, también en asuntos amatorios se siente maltratada: “Si llegué hasta ti intacta [virgen] no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad, sino por apego a un estilo”, es decir a una manera de educación, a ciertas normas sociales (por cierto cada vez más rebasadas). Y aquella ingenuidad que al principio gustaba al marido, atractivo candor exitante, ahora había devenido defecto: “Y yo, soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba […]”
La mujer reflexiona acerca de cómo muchas otras esposas, disfrazadas con una femineidad que aparentemente las predestina a la “derrota” ante el marido, “en el fondo, [les] garantiza el triunfo”. Así muchas mujeres, agrega, “lograron la obediencia [del esposo] hasta al más irracional de sus caprichos”. Pero ante esa actitud hipócrita y finalmente cínica, la protagonista deja clara su posición, que es la reivindicatoria que mencionábamos al principio; ella declara: “Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable […], ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad”. Esta frase podría haberla escrito sor Juana.
Ciertamente, Juana Inés jamás dobló las manos…, hasta que fue vencida. ¿Será correcta la palabra vencida? Uno de los mayores enigmas acerca de su existencia son los motivos que la llevaron (¿obligaron?) a dejar de escribir. Quizá por eso mismo buscó y encontró la muerte al año siguiente, pues no otra cosa que una especie de suicidio fue su insistente cercanía con sus colegas, las monjas enfermas de tifus.
Como una de las principales acusaciones que le hacían sus detractores era haberse ocupado en sus escritos más de lo mundano que de lo sagrado, ella sostiene que los conocimientos de lo humano eran indispensables, como prerrequisito, para el entendimiento de lo divino: “[He dirigido] siempre […] los pasos de mi estudio a la cumbre de la Sagrada Teología, pareciéndome preciso, para llegar a ella, subir por los escalones de las ciencias y artes humanas”. Y argumenta, a partir de su caso personal: “Quisiera yo persuadir a todos con mi experiencia a que no sólo no estorban [matemáticas, física, geometría, astronomía, etc.], [sino que] se ayudan dando luz y abriendo camino las unas [ciencias humanas] para las otras [las religiosas], por variaciones y ocultos engarces […], de manera que parece se corresponden y están unidas con admirable trabazón y concierto”. Y finalmente se justifica: “Mucho habréis visto de asuntos humanos que he escrito, [pero] no haber escrito mucho de asuntos sagrados no ha sido desafición, ni de aplicación la falta, sino sobra de temor y reverencia debida a aquellas Sagradas Letras”. Mas permítaseme aventurar que las anteriores explicaciones (y hasta disculpas) de sor Juana sean mayormente manipulaciones intelectuales que realidad; yo creo que a ella le apasionaba el conocimiento en general y la literatura en particular, al margen de los asuntos u obligaciones religiosas. De hecho, otro enigma sobre sor Juana son los motivos para haber tomado los hábitos sin una evidente vocación.
En apoyo a mi anterior aserto, caben estas declaraciones de la monja poeta, más acordes con su manifiesta curiosidad intelectual que con su supuesta vocación religiosa: “Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar, sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos”. Y rememora cómo desde novicia “proseguí a la estudiosa tarea […] de leer y más leer, de estudiar y más estudiar, sin más maestro que los mismos libros; […] todo este trabajo sufría yo muy gustosa por amor de las letras”. Agrega sor Juana que aún sin leer, no podía ella dejar de indagar sobre el por qué de las cosas: “Nada veía sin reflejo; nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales; porque no hay criatura, por baja que sea, […] que no pasme el entendimiento”.
Juana Inés aborda sin rodeos la defensa de las mujeres. Ante las presiones que ella misma resistía para obligarla a dejar de escribir por ser mujer y por ser monja, dice que a lo largo de la historia ha habido una “gran turba [de mujeres] que merecieron nombres [es decir fama y renombre], ya de griegas, ya de musas, ya de pitonisas; pues todas no fueron más que mujeres doctas, tenidas y celebradas y también veneradas”. Concluye así, refiriéndose no a todo el conocimiento, sino en concreto a la Biblia: “No sólo es lícito, [sino] utilísimo y necesario a las mujeres el estudio de las Sagradas Letras, y mucho más a las monjas”.
Sor Juana no llega tan lejos como para adelantar la posibilidad de que existieran sacerdotisas católicas o maestras universitarias, pero sí enfatiza la importancia de que las mujeres se preparen: “El leer públicamente en las cátedras y predicar en los púlpitos, no es lícito a las mujeres; pero […] estudiar, escribir y enseñar privadamente, no sólo les es lícito, [sino] muy provechoso y útil; claro está que esto no se debe entender con todas, sino con aquellas a quienes hubiere Dios dotado de especial virtud y prudencia”. Este es un punto clave: no se trata de ilustrar a las mujeres por el solo hecho de serlo (posición muy del feminismo actual), sino a las mujeres que tengan las aptitudes para ello; y en este asunto medular entra la verdadera igualdad de género:
“[…] y esto es tan justo que no sólo a las mujeres, que por tan ineptas están tenidas, sino a los hombres […] Querer yo saber tanto o más que Aristóteles o que San Agustín, si no tengo la aptitud de San Agustín o de Aristóteles, aunque estudie más que los dos, no sólo no lo conseguiré sino que debilitaré y entorpeceré la operación de mi flaco entendimiento con la desproporción del objeto”.
Abunda la monja jerónima en la denuncia de los conservadores que hoy llamaríamos machistas: “Muchos quieren más dejar bárbaras e incultas a sus hijas que no exponerlas a tan notorio peligro como la familiaridad con los hombres, que ni en lo secreto se permite escribir ni estudiar a las mujeres”. Entonces apunta con tino y astucia: “¿Cómo vemos que la Iglesia ha permitido que escriba una Gertrudis, una Teresa, una Brígida, la monja de Ágreda y otras muchas?”
Finalmente sor Juana encara indirectamente a quienes la atacan, tachándolos (de seguro con razón) de envidiosos: “[Quien destaca] es recibido como enemigo común, porque parece a algunos que usurpa los aplausos que ellos merecen […] Aborrecen al que se señala porque desluce a otros. Así sucede y así sucedió siempre”. Y enseguida quizá la monja cayó en pecado de soberbia, pues pone al ejemplo del mismísimo Jesús para su propia defensa (aunque no hable explícitamente de ella misma, pero obviamente que es a su propia persona a quien está tratando de exculpar): “¿No les moviera [Cristo] sus propias conveniencias y utilidades en tantos beneficios como les hacía, sanando los enfermos, resucitando los muertos, curando los endemoniados? [Entonces], ¿cómo no le amaban? ¡Ay Dios, que por eso mismo no le amaban, por eso mismo le aborrecían!”
Ya sabemos que sor Juana fue el más grande poeta de tres siglos de virreinato, y quizá ella se imaginaba que así sería considerada, pues sin recato se lamenta: “¡Oh infeliz altura, expuesta a tantos riesgos! ¡Oh signo que te ponen por blanco de la envidia y por objeto de la contradicción! Cualquiera eminencia, ya sea de dignidad, ya de nobleza, ya de riqueza, ya de hermosura, ya de ciencia, padece esta pensión; pero la que con más rigor la experimenta es la del entendimiento”. Y vuelve al parangón con Jesucristo: “Cabeza que es erario de sabiduría no espere otra corona que de espinas”, aunque en la forma trata de salvar su inmodestia: “No quiero (ni tal desatino cupiera en mí) decir que me han perseguido por saber, sino sólo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras, no porque haya conseguido ni uno ni otro […], y ha sido con tal extremo que han llegado a solicitar que se me prohiba el estudio”.
No quisiera omitir el hecho de que un asunto alimenticio aparece en el cuento de Castellanos -como eje de la trama formal- y también, aunque sólo de paso, en la carta de sor Juana (“¿Qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”).
Esto aproxima a ese par de textos mexicanos que hemos revisado con Una habitación propia, de Virginia Woolf: “Forma parte de la convención novelística no mencionar la sopa, el salmón ni los patos, como si […] no tuvieran la menor importancia, como si nadie fumara nunca un cigarro o bebiera un vaso de vino. Voy a tomarme, sin embargo, la libertad de desafiar esta convención y de deciros que aquel día el almuerzo empezó con […]”
Por supuesto que mucho más de fondo es la proximidad que hermana a los textos de las tres mujeres. El de Woolf “es uno de los más conocidos ensayos feministas donde se abordan los innumerables prejuicios y obstáculos que las mujeres han tenido, y aún tienen, que sortear para dedicarse a la literatura en libertad, o simplemente para emanciparse y realizarse como seres humanos íntegros”. La autora sostiene que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir: en parte realidad concreta y en parte símbolos de un contexto de libertad más amplio. Puntualiza: “La libertad intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres siempre han sido pobres, no sólo durante doscientos años, sino desde el principio de los tiempos”.
Las mujeres sólo han sido sombra de los hombres, dice Woolf: “Durante todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural […] Por eso, tanto Napoleón como Mussolini insisten tan marcadamente en la inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fueran inferiores, ellos cesarían de agrandarse”. Y un tal Mr. Greg añade: “La esencia de la mujer es que el hombre la mantiene y ella le sirve”.
Y así sigue Woolf:
“Cualquier mujer nacida en el siglo dieciséis con un gran talento [para escribir] se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o hubiera acabado sus días en alguna casa solitaria en las afueras del pueblo, medio bruja, medio hechicera, objeto de temor y burlas. Porque no se necesita ser un gran psicólogo para estar seguro de que una muchacha muy dotada que hubiera tratado de usar su talento para la poesía hubiera tropezado con tanta frustración, de que la demás gente le hubiera creado tantas dificultades y la hubieran torturado y desgarrado de tal modo sus propios instintos contrarios que hubiera perdido la salud y la razón”.
Esta aseveración de Woolf continúa siendo penosamente una verdad, hoy en día: “Eran legión los hombres que opinaban que, intelectualmente, no podía esperarse nada de las mujeres”.
Remata la escritora inglesa con la grosera opinión de un Mr. John Langdon Davies, quien advierte que “cuando los niños dejen por completo de ser deseables, las mujeres dejarán del todo de ser necesarias”.
CONCLUSIÓN FINAL:
De igual manera como sucede en el poema “El Aprendiz de Brujo” (Der Zauberlehrling) de Goethe (1797), convertido en sinfonía por Paul Dukas (1895) y llevado a la pantalla por Disney en el siglo XX, cuyo protagonista desata fuerzas que luego ya no puede controlar, así este Seminario con sus diez Paradas liberó potencialidades que difícilmente podremos ignorar en lo sucesivo cada vez que nos encontremos con la pluma en la mano y ante una hoja de papel (metáfora romántica de la vulgar PC).
No fueron solamente las diez obras de arte literario en sí mismas, sino su atinado e imaginativo manejo didáctico, lo que eventualmente puede haber desencadenado vocaciones (más o menos escondidas o no reveladas) que quizá convertirían a algunos de estos maestros de obras en arquitectos.
El Seminario fue un reto. Nos desafió a transgredir y desdibujar “las fronteras entre escritura espontánea, escritura catártica, escritura social y escritura literaria” (vid: Krauze, E., Desnudando a la musa, p. 10). Se puede tratar entonces de vocaciones reveladas y rebeladas. La misma fuente asegura que “el escritor nace, pero también se hace” y nuestras diez Paradas fueron una clara muestra de ello. Para mí, que llevo muchos años escribiendo (más de historia que literatura), resultaron evidentes los frutos.
Más allá de los detalles técnicos o académicos correspondientes a dichas Paradas, lo cierto es que (como lo adelanté en clase) el trabajo me resultó particularmente divertido (entretenido, ameno, placentero) y aleccionador.
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