Octava parada (primer texto)
Infidelidad
Ana
se levantó esa mañana pensando en la monotonía de su matrimonio y se dispuso a
vivir una aventura. Su esposo había salido muy temprano a entregar un trabajo
urgente en domingo.
Era
el momento perfecto. Había comprado algunos rosales, así que salió al jardín
dispuesta a sembrar un nuevo amor. Eligió de entre todos el más grande, fuerte,
cuyo verde de las hojas era brillante y seductor, el que ostentaba una flor
abierta, roja, arrogante. Lo tomó con deseo y caminó con él frente a todas las
plantas. Sin prestar atención a los juicios malintencionados de los tulipanes,
girasoles y violetas, eligió un lugar apartado, detrás de los juncos, donde
toda la tarde resplandecía el sol.
Cuidándose
de las flores celosas, asió con fuerza el azadón y empezó a aflojar la tierra.
Una sensación de placer le recorrió la espalda. El vaivén la hipnotizó: la pala
entraba y salía mientras se abría un hueco profundo y cálido. Tomó ávidamente
el rosal, desprendió con sutileza las ropas negras y sensuales que cubrían las
raíces y lo colocó justo en el hoyo mientras exhalaba un gemido.
Luego
de un respiro, Ana cubrió las raíces volviéndose ocasionalmente hacia las
plantas que se asomaban curiosas y aplanó la tierra para ocultar los vestigios
del pecado, pero al levantarse, una espina le desgarró el vestido. Tuvo que
cruzar el jardín, entre todas esas miradas, con la marca que la delataba, pero
dispuesta a elegir otro rosal para repetir la aventura.
Octava parada (segundo texto)
Examen de ortografía
Que
si las vocales fuertes, que si las débiles, que si el diptongo, que si se
rompe… Luciano no entendía nada, así que decidió irse a jugar, aunque se sentía
culpable y no podía dejar de pensar en el examen de ortografía.
Tenía cinco soldados. A cada uno, le puso el nombre de una vocal e
hizo dos equipos para formar el regimiento: había tres fuertes y dos débiles.
Colocó a cada grupo en un cuartel, pero los soldados fuertes eran muy
engreídos, groseros y se la pasaban peleando. Los débiles eran muy tímidos y cobardes.
Entonces, formó algunas parejas que propiciaron que los débiles se dieran
cuenta de sus desventajas y exigieran una armadura que igualara las condiciones
de vida. Todos estaban inconformes y armaron una revuelta.
Tuvo que bajar desde la repisa el señor G.I. Joe para dictar las leyes
de convivencia:
de
ahora en adelante en el regimiento de Palabras, habría cuarteles formados por
un soldado débil y uno fuerte; dos soldados fuertes no estarían juntos en el
mismo cuartel para evitar peleas y conspiraciones; los soldados débiles recibirían
no una armadura sino un sombrero de punta inclinada con poderes especiales,
pero al ponérselo deberían dar un grito para avisarles a los demás que se
convirtieron en soldados fuertes, gozando de los mismos derechos y cumpliendo
las mismas obligaciones que estos.
Ya cansado, Luciano se
fue a dormir sin darse cuenta de que el conocimiento se afianzaba para salir
fresco y divertido en el examen.
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