lunes, 18 de noviembre de 2013

ITURRIAGA: PARADAS 9 Y 10

TRES TEXTOS DE J. ITURRIAGA PARA 9ª y 10ª PARADAS
TEXTO ARMADO POR J. ITURRIAGA CON FRASES DE R. CASTELLANOS DONDE “EMERGE LA TESIS” DE LECCIÓN DE COCINA
“Si llegué hasta ti intacta [virgen] no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad sino por apego a un estilo […] Y yo, soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba […]
“Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige […]
“La femineidad […] aparentemente […] destina a la derrota y […], en el fondo, […] garantiza el triunfo. [Así muchas mujeres] lograron la obediencia ajena hasta al más irracional de sus caprichos. […] Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable y tampoco la anterior, ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad.”

TEXTO ARMADO POR J. ITURRIAGA CON FRASES DE SOR JUANA DONDE “EMERGE LA TESIS” DE LA RESPUESTA A SOR FILOTEA
“[He dirigido] siempre […] los pasos de mi estudio a la cumbre de la Sagrada Teología, pareciéndome preciso, para llegar a ella, subir por los escalones de las ciencias y artes humanas […] Quisiera yo persuadir a todos con mi experiencia a que no sólo no estorban [matemáticas, física, geometría, astronomía, etc.], [sino que] se ayudan dando luz y abriendo camino las unas [ciencias humanas] para las otras [las religiosas], por variaciones y ocultos engarces […], de manera que parece se corresponden y están unidas con admirable trabazón y concierto […] Mucho habréis visto de asuntos humanos que he escrito, [pero] no haber escrito mucho de asuntos sagrados no ha sido desafición, ni de aplicación la falta, sino sobra de temor y reverencia debida a aquellas Sagradas Letras […]
“Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar (que fuera en mí desmedida soberbia), sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos. [Por ello, desde novicia] proseguí a la estudiosa tarea […] de leer y más leer, de estudiar y más estudiar, sin más maestro que los mismos libros. […] Cuán duro es estudiar en aquellos caracteres sin alma, careciendo de la voz viva y explicación del maestro; pues todo este trabajo sufría yo muy gustosa por amor de las letras. [Aún sin leer], nada veía sin reflejo; nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales; porque como no hay criatura, por baja que sea, en que no se conozca el me fecit Deus, no hay alguna que no pasme el entendimiento […]
“[A lo largo de la historia, ha habido una] gran turba [de mujeres] que merecieron nombres, ya de griegas, ya de musas, ya de pitonisas; pues todas no fueron más que mujeres doctas, tenidas y celebradas y también veneradas […] No sólo es lícito, [sino] utilísimo y necesario a las mujeres el estudio de las Sagradas Letras, y mucho más a las monjas […]
“El leer públicamente en las cátedras y predicar en los púlpitos, no es lícito a las mujeres; pero […] estudiar, escribir y enseñar privadamente, no sólo les es lícito, [sino] muy provechoso y útil; claro está que esto no se debe entender con todas, sino con aquellas a quienes hubiere Dios dotado de especial virtud y prudencia […] y esto es tan justo que no sólo a las mujeres, que por tan ineptas están tenidas, sino a los hombres […] Querer yo saber tanto o más que Aristóteles o que San Agustín, si no tengo la aptitud de San Agustín o de Aristóteles, aunque estudie más que los dos, no sólo no lo conseguiré sino que debilitaré y entorpeceré la operación de mi flaco entendimiento con la desproporción del objeto […]
“Muchos quieren más dejar bárbaras e incultas a sus hijas que no exponerlas a tan notorio peligro como la familiaridad con los hombres,
que ni en lo secreto se permita escribir ni estudiar a las mujeres; [entonces], ¿cómo vemos que la Iglesia ha permitido que escriba una Gertrudis, una Teresa, una Brígida, la monja de Ágreda y otras muchas? […]
“[Quien destaca] es recibido como enemigo común, porque parece a algunos que usurpa los aplausos que ellos merecen […] Aborrecen al que se señala porque desluce a otros. Así sucede y así sucedió siempre […] Cristo […] ¿no les moviera sus propias conveniencias y utilidades en tantos beneficios como les hacía, sanando los enfermos, resucitando los muertos, curando los endemoniados? [Entonces], ¿cómo no le amaban? ¡Ay Dios, que por eso mismo no le amaban, por eso mismo le aborrecían! […]
“¡Oh infeliz altura, expuesta a tantos riesgos! ¡Oh signo que te ponen por blanco de la envidia y por objeto de la contradicción! Cualquiera eminencia, ya sea de dignidad, ya de nobleza, ya de riqueza, ya de hermosura, ya de ciencia, padece esta pensión; pero la que con más rigor la experimenta es la del entendimiento […] Cabeza que es erario de sabiduría no espere otra corona que de espinas […] No quiero (ni tal desatino cupiera en mí) decir que me han perseguido por saber, sino sólo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras, no porque haya conseguido ni uno ni otro […], y ha sido con tal extremo que han llegado a solicitar que se me prohiba el estudio.”

TEXTO DE J. ITURRIAGA A PARTIR DE LECCIÓN DE COCINA, RESPUESTA A SOR FILOTEA Y UNA HABITACIÓN PROPIA
El punto central de coincidencia entre el cuento de Rosario Castellanos, la Respuesta a sor Filotea de sor Juana y la novela de Virginia Woolf es la reivindicación de la mujer como ente pensante. La protagonista de Lección de cocina, recién casada, se ve convertida, de facto, en sirvienta sin salario, aunque expresa su repugnancia al respecto. A sor Juana la quieren acallar (silenciar su pluma y su intelecto) y protesta elocuentemente con esta misiva, aunque finalmente la convierten en una monja callada; desde luego que esa última etapa de su vida no aparece en su Respuesta de 1691, pues dejó de escribir en 1694. En Una habitación propia, la autora inglesa denuncia la marginación literaria de la mujer y propone soluciones.
Castellanos, en boca de su personaje femenino, acusa hechos que todavía a principios del siglo XXI son más frecuentes que inusuales: “Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo”, se queja la recién casada. “He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible”, abunda en su disgusto. Y denuncia: “Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo”; ciertamente, esa posición recuerda al siervo o al esclavo. Y remata su recriminación: “Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige […]” Sí, el paradójico pago son más y más exigencias.
Y por si fuera poco, también en asuntos amatorios se siente maltratada: “Si llegué hasta ti intacta [virgen] no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad, sino por apego a un estilo”, es decir a una manera de educación, a ciertas normas sociales (por cierto cada vez más rebasadas). Y aquella ingenuidad que al principio gustaba al marido, atractivo candor exitante, ahora había devenido defecto: “Y yo, soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba […]”
La mujer reflexiona acerca de cómo muchas otras esposas, disfrazadas con una femineidad que aparentemente las predestina a la “derrota” ante el marido, “en el fondo, [les] garantiza el triunfo”. Así muchas mujeres, agrega, “lograron la obediencia [del esposo] hasta al más irracional de sus caprichos”. Pero ante esa actitud hipócrita y finalmente cínica, la protagonista deja clara su posición, que es la reivindicatoria que mencionábamos al principio; ella declara: “Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable […], ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad”. Esta frase podría haberla escrito sor Juana.
Ciertamente, Juana Inés jamás dobló las manos…, hasta que fue vencida. ¿Será correcta la palabra vencida? Uno de los mayores enigmas acerca de su existencia son los motivos que la llevaron (¿obligaron?) a dejar de escribir. Quizá por eso mismo buscó y encontró la muerte al año siguiente, pues no otra cosa que una especie de suicidio fue su insistente cercanía con sus colegas, las monjas enfermas de tifus.
Como una de las principales acusaciones que le hacían sus detractores era haberse ocupado en sus escritos más de lo mundano que de lo sagrado, ella sostiene que los conocimientos de lo humano eran indispensables, como prerrequisito, para el entendimiento de lo divino: “[He dirigido] siempre […] los pasos de mi estudio a la cumbre de la Sagrada Teología, pareciéndome preciso, para llegar a ella, subir por los escalones de las ciencias y artes humanas”. Y argumenta, a partir de su caso personal: “Quisiera yo persuadir a todos con mi experiencia a que no sólo no estorban [matemáticas, física, geometría, astronomía, etc.], [sino que] se ayudan dando luz y abriendo camino las unas [ciencias humanas] para las otras [las religiosas], por variaciones y ocultos engarces […], de manera que parece se corresponden y están unidas con admirable trabazón y concierto”. Y finalmente se justifica: “Mucho habréis visto de asuntos humanos que he escrito, [pero] no haber escrito mucho de asuntos sagrados no ha sido desafición, ni de aplicación la falta, sino sobra de temor y reverencia debida a aquellas Sagradas Letras”. Mas permítaseme aventurar que las anteriores explicaciones (y hasta disculpas) de sor Juana sean mayormente manipulaciones intelectuales que realidad; yo creo que a ella le apasionaba el conocimiento en general y la literatura en particular, al margen de los asuntos u obligaciones religiosas. De hecho, otro enigma sobre sor Juana son los motivos para haber tomado los hábitos sin una evidente vocación.
En apoyo a mi anterior aserto, caben estas declaraciones de la monja poeta, más acordes con su manifiesta curiosidad intelectual que con su supuesta vocación religiosa: “Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar, sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos”. Y rememora cómo desde novicia “proseguí a la estudiosa tarea […] de leer y más leer, de estudiar y más estudiar, sin más maestro que los mismos libros; […] todo este trabajo sufría yo muy gustosa por amor de las letras”. Agrega sor Juana que aún sin leer, no podía ella dejar de indagar sobre el por qué de las cosas: “Nada veía sin reflejo; nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales; porque no hay criatura, por baja que sea, […] que no pasme el entendimiento”.
Juana Inés aborda sin rodeos la defensa de las mujeres. Ante las presiones que ella misma resistía para obligarla a dejar de escribir por ser mujer y por ser monja, dice que a lo largo de la historia ha habido una “gran turba [de mujeres] que merecieron nombres [es decir fama y renombre], ya de griegas, ya de musas, ya de pitonisas; pues todas no fueron más que mujeres doctas, tenidas y celebradas y también veneradas”. Concluye así, refiriéndose no a todo el conocimiento, sino en concreto a la Biblia: “No sólo es lícito, [sino] utilísimo y necesario a las mujeres el estudio de las Sagradas Letras, y mucho más a las monjas”.
Sor Juana no llega tan lejos como para adelantar la posibilidad de que existieran sacerdotisas católicas o maestras universitarias, pero sí enfatiza la importancia de que las mujeres se preparen: “El leer públicamente en las cátedras y predicar en los púlpitos, no es lícito a las mujeres; pero […] estudiar, escribir y enseñar privadamente, no sólo les es lícito, [sino] muy provechoso y útil; claro está que esto no se debe entender con todas, sino con aquellas a quienes hubiere Dios dotado de especial virtud y prudencia”. Este es un punto clave: no se trata de ilustrar a las mujeres por el solo hecho de serlo (posición muy del feminismo actual), sino a las mujeres que tengan las aptitudes para ello; y en este asunto medular entra la verdadera igualdad de género:
“[…] y esto es tan justo que no sólo a las mujeres, que por tan ineptas están tenidas, sino a los hombres […] Querer yo saber tanto o más que Aristóteles o que San Agustín, si no tengo la aptitud de San Agustín o de Aristóteles, aunque estudie más que los dos, no sólo no lo conseguiré sino que debilitaré y entorpeceré la operación de mi flaco entendimiento con la desproporción del objeto”.
Abunda la monja jerónima en la denuncia de los conservadores que hoy llamaríamos machistas: “Muchos quieren más dejar bárbaras e incultas a sus hijas que no exponerlas a tan notorio peligro como la familiaridad con los hombres, que ni en lo secreto se permite escribir ni estudiar a las mujeres”. Entonces apunta con tino y astucia: “¿Cómo vemos que la Iglesia ha permitido que escriba una Gertrudis, una Teresa, una Brígida, la monja de Ágreda y otras muchas?”
Finalmente sor Juana encara indirectamente a quienes la atacan, tachándolos (de seguro con razón) de envidiosos: “[Quien destaca] es recibido como enemigo común, porque parece a algunos que usurpa los aplausos que ellos merecen […] Aborrecen al que se señala porque desluce a otros. Así sucede y así sucedió siempre”. Y enseguida quizá la monja cayó en pecado de soberbia, pues pone al ejemplo del mismísimo Jesús para su propia defensa (aunque no hable explícitamente de ella misma, pero obviamente que es a su propia persona a quien está tratando de exculpar): “¿No les moviera [Cristo] sus propias conveniencias y utilidades en tantos beneficios como les hacía, sanando los enfermos, resucitando los muertos, curando los endemoniados? [Entonces], ¿cómo no le amaban? ¡Ay Dios, que por eso mismo no le amaban, por eso mismo le aborrecían!”
Ya sabemos que sor Juana fue el más grande poeta de tres siglos de virreinato, y quizá ella se imaginaba que así sería considerada, pues sin recato se lamenta: “¡Oh infeliz altura, expuesta a tantos riesgos! ¡Oh signo que te ponen por blanco de la envidia y por objeto de la contradicción! Cualquiera eminencia, ya sea de dignidad, ya de nobleza, ya de riqueza, ya de hermosura, ya de ciencia, padece esta pensión; pero la que con más rigor la experimenta es la del entendimiento”. Y vuelve al parangón con Jesucristo: “Cabeza que es erario de sabiduría no espere otra corona que de espinas”, aunque en la forma trata de salvar su inmodestia: “No quiero (ni tal desatino cupiera en mí) decir que me han perseguido por saber, sino sólo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras, no porque haya conseguido ni uno ni otro […], y ha sido con tal extremo que han llegado a solicitar que se me prohiba el estudio”.
No quisiera omitir el hecho de que un asunto alimenticio aparece en el cuento de Castellanos -como eje de la trama formal- y también, aunque sólo de paso, en la carta de sor Juana (“¿Qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”).
Esto aproxima a ese par de textos mexicanos que hemos revisado con Una habitación propia, de Virginia Woolf: “Forma parte de la convención novelística no mencionar la sopa, el salmón ni los patos, como si […] no tuvieran la menor importancia, como si nadie fumara nunca un cigarro o bebiera un vaso de vino. Voy a tomarme, sin embargo, la libertad de desafiar esta convención y de deciros que aquel día el almuerzo empezó con […]”
Por supuesto que mucho más de fondo es la proximidad que hermana a los textos de las tres mujeres. El de Woolf “es uno de los más conocidos ensayos feministas donde se abordan los innumerables prejuicios y obstáculos que las mujeres han tenido, y aún tienen, que sortear para dedicarse a la literatura en libertad, o simplemente para emanciparse y realizarse como seres humanos íntegros”. La autora sostiene que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir: en parte realidad concreta y en parte símbolos de un contexto de libertad más amplio. Puntualiza: “La libertad intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres siempre han sido pobres, no sólo durante doscientos años, sino desde el principio de los tiempos”.
Las mujeres sólo han sido sombra de los hombres, dice Woolf: “Durante todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural […] Por eso, tanto Napoleón como Mussolini insisten tan marcadamente en la inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fueran inferiores, ellos cesarían de agrandarse”. Y un tal Mr. Greg añade: “La esencia de la mujer es que el hombre la mantiene y ella le sirve.
Y así sigue Woolf:
“Cualquier mujer nacida en el siglo dieciséis con un gran talento [para escribir] se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o hubiera acabado sus días en alguna casa solitaria en las afueras del pueblo, medio bruja, medio hechicera, objeto de temor y burlas. Porque no se necesita ser un gran psicólogo para estar seguro de que una muchacha muy dotada que hubiera tratado de usar su talento para la poesía hubiera tropezado con tanta frustración, de que la demás gente le hubiera creado tantas dificultades y la hubieran torturado y desgarrado de tal modo sus propios instintos contrarios que hubiera perdido la salud y la razón”.
Esta aseveración de Woolf continúa siendo penosamente una verdad, hoy en día: “Eran legión los hombres que opinaban que, intelectualmente, no podía esperarse nada de las mujeres”.
Remata la escritora inglesa con la grosera opinión de un Mr. John Langdon Davies, quien advierte que “cuando los niños dejen por completo de ser deseables, las mujeres dejarán del todo de ser necesarias”.


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