Una manzana cualquiera
Graciela Zamora
Le gusta la ciencia. Eso le dice a sus padres cuando escucha al profesor del último año de su escuela, platicar sobre las leyes físicas que ciñen al mundo y no permiten que el planeta, se desboque como esos caballos que pierden la rienda y salen disparados sin rumbo por el campo hasta que desfogan su energía. Asimismo quedaría la Tierra, si no fuera por la rienda de la gravedad que la mantiene fiel a su estrella y a todos nosotros bien pegaditos en el ombligo del planeta. La clase ha terminado. Con su mochila en la espalda como esos caballos flacos de carga que se miran por allí y que parecen caminar siempre con el último resoplido, y como por obra de milagro se vuelven a levantar al otro día, va bordeando la ribera de un río anoréxico que mueve juguetón las libertinas ramas de los sabinos. Daniela Fernández se quita la mochila y saca la manzana que no se comió. La avienta con fuerza por los aires mientras sus pequeños ojos suben la vista y consigue ver cómo la fruta se eleva, y aunque la pierde de vista por las ramas de los árboles que se atraviesan, la manzana sigue subiendo con una fuerza imparable. Daniela acaba de cumplir 8 años y le gusta husmear en los salones de los grandes. Se vuelve a asomar al cielo para ver si acaso descubre el vuelo de su manzana. Decide que la ha lanzado con la suficiente fuerza para que no se detenga. Repite la hazaña, ahora con una piedra y le regresa al punto que casi le da en la cabeza. Piensa, que al descuido su fuerza se hizo mayor. La manzana sigue su curso. Se asoma al cielo para pescar la trayectoria, pero no encuentra más que nubes dispersas. Pone más empeño en la vista y por fin le descubre al cielo una mancha lejana. Recuerda las capas de la atmósfera y decide que la manzana ha traspasado la estratósfera. Abre su libreta porque no recuerda bien la lección. Con una ramita dibuja sobre la tierra líneas que dividen la atmósfera. Se toma tiempo y regresa su vista a lo alto. Lee en sus apuntes: La velocidad de escape desde la superficie de la Tierra es de 11. 2 km por segundo. No sabe calcular qué significa eso pero intuye que es mucho. Asombrada, hace algunos movimientos al aire que simulan un lanzamiento y sopesa ella misma su fuerza. Ve caminar a los caballos famélicos y echa de ver que avanzan despacio. Con mucha suavidad, para encontrar su propia medida, lanza una piedra al río que se pierde sin tocar el agua. Lanza una piedra más con mayor fuerza, ésta consigue dibujar círculos en el agua. Hace cuentas en su cabeza y sube la vista sin atisbar la más leve huella de la manzana. Asume que la ha lanzado a los 11.2 km por segundo y que la manzana, lo más seguro, se ha topado con la tinta negra del espacio. Cierra su cuaderno, y trepa la mochila a la espalda. El ruido de su parada sacude a unos zanates que en su vuelo, desprenden de una de las ramas del sabino a su manzana. Daniela la recoge. La observa, está impecable y fría, es una manzana cualquiera piensa y la muerde camino a casa, rumiando si es necesaria una velocidad especial para regresar a la Tierra.
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