miércoles, 23 de mayo de 2012

Minificciones de Hermes, el Mensajero

Paraíso

-Tengo más de tu paraíso -me dijo ella, decidida, al tiempo que la resplandeciente sonrisa de sus ojos, me cegaba por completo.
     No me resistí en ningún momento. Ni siquiera cuando el torrente de papaya, fresa y naranja, desbordó la copa en que bebería, mi tan ansiado paraíso.

Pesadilla
– ¡Defiéndete o la golpeo a ella! –me dijiste con una expresión de rabia en el rostro. Jamás te había visto así. Tan decidido. Tú. Que dejaste en mi madre por mucho tiempo la principal responsabilidad de la familia que alguna vez fuimos. El momento aquel se congeló en mi mente. Vi tu boca abrirse y cómo después apretaste fuertemente los dientes, al tiempo que tu mano abierta descendía con fuerza hasta su mejilla. Los ojos de ella, suplicantes, me enviaban un mensaje ambiguo que no alcanzaba a descifrar. “Déjame y vete”, quizá me rogaban. O, “no me dejes, defiéndeme”. Hice caso a esto último y salí disparado hacia ti. Por un instante perdí la noción del tiempo. Perdí por completo el control sobre mí. ¿No pasaron sino un par de segundos? A mí la escena se me volvió interminable. Reaccioné cuando rodábamos enlazados en una fiera pelea, en el suelo, y mi madre gritaba. Me gritaba. “¡Déjalo!, ¡déjalo!” Cuando volvió a mí la cordura me invadió un temblor que anunciaba el miedo más espantoso experimentado en mí jamás. Después... después huí. Pero el recuerdo de lo sucedido se quedó tatuado en mi memoria. Se me volvió pesadilla.

Defensa personal
– ¿A dónde crees que vas, maldito desgraciado? –le grité completamente fuera de mí.
      En mis manos llevaba el Quijote, el Diccionario de poética y retórica de Elena Beristáin y las obras completas de Míster Ripley de Patricia Highsmith. En mi mente: una sola idea. Que aquel infeliz no saliera vivo de aquel lugar.
      Dicen que todo mundo tiene un “hasta aquí”. Ese era el mío. En plena asesoría a una estudiante, aquel desgraciado, imbécil, creído y prepotente sujeto me había dicho en pocas palabras que yo no tenía la más puta idea de lo que hacía.
      Lo que pasó en seguida escapó por completo a mi control y mi censura moral. Frente a mí estaban aquellos preciosos ejemplares. Alguna vez una maestra me dijo que los libros son artículos de defensa personal. Ese era el momento. “Mi momento”. Mi silencio ante sus palabras necias me explotó como olla exprés. No pude más. Entonces, ante la mirada atónita de mi asesorada, me levanté del asiento hecho un energúmeno. Cogí los libros. Le grité a mi agresor lo primero que brotó como fuego de mi boca. Y le asesté un único golpe. El crujido de su cuello al recibir el impacto de los libros con toda la fuerza de que fui capaz me anunció la liberación de mi rabia. Después... una sonrisa de dicha se dibujó en mis labios.

Beso de ángel
–¡Nieves, nieeeves! ¡Pásele, aquí están sus ricas nieves! ¡Hay de guanábana, coco y maracuyá! ¡De vainilla, limón y beso de ángel! ¡¡¡Páaasele!!!
      Cada noche Cristina insistía con vehemencia, pero nadie llegaba hasta el final de aquel pasillo de la Feria a la Bandera. No habían funcionado los artilugios publicitarios de la guapa sanmarqueña de ojos azabache, pelo rizado, senos triunfantes y caderas traviesas. La desteñida lona que había colgado a duras penas, al fondo de aquel túnel solitario, tampoco había ayudado. Nada atraía hasta su puesto a los paseantes. Para colmo de males, a lo lejos, miró venir a Rafael, el encargado de la sección de agroindustria adonde la habían asignado, caminando en zigzag y con un tarro de cerveza tan grande que apenas y podía sostenerlo entre sus dedos, pequeños y repulsivos como todo él.
      –Ya sabes a lo que vengo, negra –balbuceó el bribón sujeto, dirigiendo la primera de sus miradas lujuriosas, directamente adonde nacían los senos de Cristina.
       –Negros los zopilotes, ¡jijo’e la chingada! –arremetió ella en seguida, jamás resignada al menosprecio de ningún atrevido.
      –No te pases, negra, pues. Si fueras hombre te haría tragar tus palabras.
      –Como si ser hombre sirviera de mucho –aclaró ella–. A ti de poco te sirve. El chile nomás lo traes de adorno.
      –Ya, pues, mujer, cálmate –trató de conciliar Rafael, al mirar una llama que crecía en los pequeños ojos de Cristina–. Sin embargo, volvió a la carga.
      –¿Ya tienes los diez mil pesos que vas a pagarme? Porque si no es así, te me largas ahorita mismo con todo y tu orgullo a otra parte –soltó de golpe mientras tronaba los dedos al compás de sus palabras.
       –El que se va a largar eres tú, el presidente municipal estuvo en mi puesto hoy por la mañana y me dijo que hasta que no se levanten mis ventas, no hablaríamos del pago –afirmó ella con seguridad, sintiendo hervir su sangre de mujer costeña.
      –¡Sí, cómo no! –dijo sonriente Rafael, con un brillo lascivo en la mirada– aunque pues de que hay modo de arreglarnos lo hay, negrita, todo es cosa de que quieras.
      –¡Pues no quiero! ¿Crees que porque ando sola no puedo defenderme de bichos como tú? ¡Te me largas! ¡O trata de correrme y a ver de a cómo nos toca!
      Cínicamente, él respondió al desafío de la morena con una carcajada que hizo mugir a más de una vaca de la exposición ganadera que estaba a unos pasos de ellos. Con impotencia, ella derramó una lágrima que se limpió al instante con el mandil. De pronto, todo dio una vuelta de tuerca.
      –Pinche Rafael, cómo serás –dijo Cristina con una actitud opuesta a la anterior–. Espérame con la cuota, cabrón, no seas así.
      –¿Ya ves cómo hablando nos entendemos, negrita? –dijo él relamiéndose– dame un beso de ángel para empezar y puede que nos arreglemos.
      –Artísticamente, Cristina se dio la vuelta para buscar algo en la bolsa del mandado adonde guardaba sus escasas pertenencias. Empuñó un objeto con la mano izquierda y la escondió de la vista de Rafael. Con mirada que anunciaba caricias, se dio la vuelta y lo invitó a seguirla más al fondo, adonde comenzaba el pasillo contiguo y estaba instalada la exposición ganadera. La medianoche había vaciado por completo el lugar de los pocos rancheros interesados en comprar reses y borregos. Al verlo indeciso, lo tomó de la mano al tiempo que le obsequiaba una destellante sonrisa y lo atrajo hacia ella, en aquel recoveco de sombras junto a un gran cebú. Aprovechó tan solo un descuido del bellaco para asestarle un golpe certero con el ángel de madera que siempre protegía a Cristina de todo mal, al tiempo que exclamaba con voz ahogada:  –¡Aquí está tu beso de ángel, desgraciado! –Dos golpes más y los estertores de Rafael cesaron, empapadas sus ropas por completo, a partes iguales de sangre y el resto de cerveza Indio que todavía llevaba en el tarro. Con temple de acero, la voluptuosa sanmarqueña arrojó el cuerpo del rufián a las patas del toro y volvió a su puesto. Aliviada, recogió sus utensilios de trabajo. Había terminado la jornada. Al otro día sería 24 y las ventas tal vez se compondrían. El ángel protector volvió a su sitio, una vez limpio tras tallarlo con una franela roja y un poco de nieve de limón.
      De camino a la vendimia de atole y tamales oaxaqueños para la cena, con voz baja y ronquita, Cristina todavía mascullaba: –De eso y más es capaz una costeña con fuego en la sangre…

Las minificciones, esos escritos definidos en una compilación especial del periódico La Jornada, como breves, intensos, elípticos, poéticos y de singular belleza, son textos que pueden leerse de una sola vez, y requieren condensar en sí mismos, los recursos y artilugios narrativos del autor o la autora, para atrapar al lector desde el inicio, no soltarlo, y tras liberarlo quede en él una sensación de haber asistido a la autonomía de una creación concisa y redonda. En esto, desde luego, soy tan sólo aprendiz.


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