Paraíso
-Tengo más de tu paraíso -me dijo ella, decidida, al tiempo que la resplandeciente sonrisa de sus ojos, me cegaba por completo.
No me resistí en ningún momento. Ni siquiera cuando el torrente de papaya, fresa y naranja, desbordó la copa en que bebería, mi tan ansiado paraíso.
Pesadilla
– ¡Defiéndete o la golpeo a ella! –me dijiste con una
expresión de rabia en el rostro. Jamás te había visto así. Tan decidido. Tú.
Que dejaste en mi madre por mucho tiempo la principal responsabilidad de la
familia que alguna vez fuimos. El momento aquel se congeló en mi mente. Vi tu
boca abrirse y cómo después apretaste fuertemente los dientes, al tiempo que tu
mano abierta descendía con fuerza hasta su mejilla. Los ojos de ella,
suplicantes, me enviaban un mensaje ambiguo que no alcanzaba a descifrar.
“Déjame y vete”, quizá me rogaban. O, “no me dejes, defiéndeme”. Hice caso a esto
último y salí disparado hacia ti. Por un instante perdí la noción del tiempo.
Perdí por completo el control sobre mí. ¿No pasaron sino un par de segundos? A
mí la escena se me volvió interminable. Reaccioné cuando rodábamos enlazados en
una fiera pelea, en el suelo, y mi madre gritaba. Me gritaba. “¡Déjalo!,
¡déjalo!” Cuando volvió a mí la cordura me invadió un temblor que anunciaba el
miedo más espantoso experimentado en mí jamás. Después... después huí. Pero el
recuerdo de lo sucedido se quedó tatuado en mi memoria. Se me volvió pesadilla.
Defensa personal
– ¿A dónde crees que vas, maldito desgraciado? –le grité completamente
fuera de mí.
En mis manos llevaba el Quijote, el Diccionario de poética y retórica
de Elena Beristáin y las obras completas de Míster Ripley de Patricia
Highsmith. En mi mente: una sola idea. Que aquel infeliz no saliera vivo de
aquel lugar.
Dicen que todo mundo tiene un “hasta aquí”. Ese era el mío. En plena
asesoría a una estudiante, aquel desgraciado, imbécil, creído y prepotente
sujeto me había dicho en pocas palabras que yo no tenía la más puta idea de lo
que hacía.
Lo que pasó en seguida escapó por
completo a mi control y mi censura moral. Frente a mí estaban aquellos
preciosos ejemplares. Alguna vez una maestra me dijo que los libros son artículos de defensa personal. Ese era el momento. “Mi momento”.
Mi silencio ante sus palabras necias me explotó como olla exprés. No pude más.
Entonces, ante la mirada atónita de mi asesorada, me levanté del asiento hecho
un energúmeno. Cogí los libros. Le grité a mi agresor lo primero que brotó como
fuego de mi boca. Y le asesté un único golpe. El crujido de su cuello al
recibir el impacto de los libros con toda la fuerza de que fui capaz me anunció
la liberación de mi rabia. Después... una sonrisa de dicha se dibujó en mis
labios.
Beso de ángel
–¡Nieves, nieeeves! ¡Pásele, aquí están sus
ricas nieves! ¡Hay de guanábana, coco y maracuyá! ¡De vainilla, limón y beso de
ángel! ¡¡¡Páaasele!!!
Cada noche Cristina insistía con vehemencia, pero
nadie llegaba hasta el final de aquel pasillo de la Feria a la Bandera. No
habían funcionado los artilugios publicitarios de la guapa sanmarqueña de ojos
azabache, pelo rizado, senos triunfantes y caderas traviesas. La desteñida lona
que había colgado a duras penas, al fondo de aquel túnel solitario, tampoco
había ayudado. Nada atraía hasta su puesto a los paseantes. Para colmo de
males, a lo lejos, miró venir a Rafael, el encargado de la sección de
agroindustria adonde la habían asignado, caminando en zigzag y con un tarro de
cerveza tan grande que apenas y podía sostenerlo entre sus dedos, pequeños y
repulsivos como todo él.
–Ya sabes a lo que vengo, negra –balbuceó el
bribón sujeto, dirigiendo la primera de sus miradas lujuriosas, directamente
adonde nacían los senos de Cristina.
–Negros los zopilotes, ¡jijo’e la chingada!
–arremetió ella en seguida, jamás resignada al menosprecio de ningún atrevido.
–No te pases, negra, pues. Si fueras hombre
te haría tragar tus palabras.
–Como si ser hombre sirviera de mucho –aclaró
ella–. A ti de poco te sirve. El chile nomás lo traes de adorno.
–Ya, pues, mujer, cálmate –trató de conciliar
Rafael, al mirar una llama que crecía en los pequeños ojos de Cristina–. Sin
embargo, volvió a la carga.
–¿Ya tienes los diez mil pesos que vas a
pagarme? Porque si no es así, te me largas ahorita mismo con todo y tu orgullo
a otra parte –soltó de golpe mientras tronaba los dedos al compás de sus
palabras.
–El que se va a largar eres tú, el presidente
municipal estuvo en mi puesto hoy por la mañana y me dijo que hasta que no se
levanten mis ventas, no hablaríamos del pago –afirmó ella con seguridad, sintiendo
hervir su sangre de mujer costeña.
–¡Sí, cómo no! –dijo sonriente Rafael, con un
brillo lascivo en la mirada– aunque pues de que hay modo de arreglarnos lo hay,
negrita, todo es cosa de que quieras.
–¡Pues no quiero! ¿Crees que porque ando sola
no puedo defenderme de bichos como tú? ¡Te me largas! ¡O trata de correrme y a
ver de a cómo nos toca!
Cínicamente, él respondió al desafío de la
morena con una carcajada que hizo mugir a más de una vaca de la exposición
ganadera que estaba a unos pasos de ellos. Con impotencia, ella derramó una
lágrima que se limpió al instante con el mandil. De pronto, todo dio una vuelta
de tuerca.
–Pinche Rafael, cómo serás –dijo Cristina con
una actitud opuesta a la anterior–. Espérame con la cuota, cabrón, no seas así.
–¿Ya ves cómo hablando nos entendemos,
negrita? –dijo él relamiéndose– dame un beso de ángel para empezar y puede que
nos arreglemos.
–Artísticamente, Cristina se dio la vuelta para
buscar algo en la bolsa del mandado adonde guardaba sus escasas pertenencias. Empuñó
un objeto con la mano izquierda y la escondió de la vista de Rafael. Con mirada
que anunciaba caricias, se dio la vuelta y lo invitó a seguirla más al fondo,
adonde comenzaba el pasillo contiguo y estaba instalada la exposición ganadera.
La medianoche había vaciado por completo el lugar de los pocos rancheros
interesados en comprar reses y borregos. Al verlo indeciso, lo tomó de la mano
al tiempo que le obsequiaba una destellante sonrisa y lo atrajo hacia ella, en
aquel recoveco de sombras junto a un gran cebú. Aprovechó tan solo un descuido
del bellaco para asestarle un golpe certero con el ángel de madera que siempre
protegía a Cristina de todo mal, al tiempo que exclamaba con voz ahogada: –¡Aquí está tu beso de ángel, desgraciado! –Dos
golpes más y los estertores de Rafael cesaron, empapadas sus ropas por
completo, a partes iguales de sangre y el resto de cerveza Indio que todavía llevaba
en el tarro. Con temple de acero, la voluptuosa sanmarqueña arrojó el cuerpo del
rufián a las patas del toro y volvió a su puesto. Aliviada, recogió sus utensilios
de trabajo. Había terminado la jornada. Al otro día sería 24 y las ventas tal
vez se compondrían. El ángel protector volvió a su sitio, una vez limpio tras
tallarlo con una franela roja y un poco de nieve de limón.
De camino a la vendimia de atole y tamales
oaxaqueños para la cena, con voz baja y ronquita, Cristina todavía mascullaba:
–De eso y más es capaz una costeña con fuego en la sangre…
Las minificciones, esos escritos definidos en una compilación especial del periódico La Jornada, como breves, intensos, elípticos, poéticos y de singular belleza, son textos que pueden leerse de una sola vez, y requieren condensar en sí mismos, los recursos y artilugios narrativos del autor o la autora, para atrapar al lector desde el inicio, no soltarlo, y tras liberarlo quede en él una sensación de haber asistido a la autonomía de una creación concisa y redonda. En esto, desde luego, soy tan sólo aprendiz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario